Crueldad era el color de su vestido y pálida su tez. Su faldón estaba roto... Podía ver cómo la sangre le recorría las piernas, desde los muslos hasta las pantorrillas. Eso me gustó.
Siempre fuimos muy típicos haciendo el amor, nunca había nada nuevo, sólo lo usual.
Algunas veces al terminar, ella se hacía la dormida o realmente caía en un sueño profundo, quizás pesadillas; jamás lo supe diferenciar. Sólo sé que me gustaba verle el rostro por un buen rato. Empezaba por unos segundos, que se convertían en horas mientras veía como movía la nariz o fruncía el ceño, cómo cuando tenía frío se le enrojecían las mejillas y se le secaban los labios. Me gustaba contar las pecas de su espalda, tocarle las caderas, observar su cuerpo flaco... Era muy ordinaria, pero incluso lo común de su persona, me intrigaba. Todo monótono, nada interesante.
Después de todo, tenía dos pies izquierdos. No sabía bailar muy bien y acostumbraba tropezar cuando recién le amanecía. Por las mañanas preparaba el desayuno, no tenía un buen sazón, por eso no me importa que se haya ido. Cuerpo y alma son uno y algún día tienen que separarse. Lo único que pudo cambiarnos la vida, no pudo ser y no quise ayudarla, preferí que se fueran. Así puedo verla, tocarla, estudiarla como me gustó antes y después. Así puedo hacerle quizás, lo que nunca me atreví a pedirle o nunca quiso. Así puedo estar con ambos, los tres juntos, pero sin saborear el mal sabor de sus comidas o escuchar el llanto de algún niño porque para variar; jamás me han gustado los infantes.